Cada fin de año se repite el deseo de paz y prosperidad. Sin embargo, el cierre de 2025 obliga a reconocer que esos anhelos siguen lejos de concretarse, tanto en lo local como en lo internacional.
El equilibrio no invita al optimismo fácil, pero sí a una lectura honesta de los aprendizajes que deja un año marcado por tensiones persistentes y agendas inconclusas.
El 2026 se perfila complejo, no por fatalismo, sino por la acumulación de procesos que continuarán moldeando la vida pública.
En el plano local, Ecuador entra en un año preelectoral que moverá fichas con anticipación. Aunque las elecciones seccionales están previstas para 2027, durante 2026 se intensificará la consolidación de nombres, alianzas y estrategias.
Ese movimiento elevará la confrontación y el desgaste, particularmente para los alcaldes que buscarán la reelección. No será un período de calma: la competencia temprana suele soportar discursos y privilegiar la medición de fuerzas por sobre la construcción de consensos.
Esa dinámica servirá también para medir el pulso de las fuerzas nacionales. El oficialismo, articulado alrededor de Acción Democrática Nacional, evaluará el alcance del respaldo al proyecto del presidente. Daniel Noboa en un contexto de urgencias estructurales. En paralelo, el correísmo ha enfrentado una crisis interna que pone a prueba su capacidad de reorganización y de sostener la cohesión. El 2026 será, así, un año de pruebas cruzadas para Gobierno y oposición, con una ciudadanía cada vez más exigente.
Pero el desafío más complejo seguirá siendo la seguridad. Enfrentar el narcotráfico y mejorar la calidad de vida en términos de tranquilidad cotidiana es una tarea que no admite pausas. No se trata solo de estadísticas, sino de la percepción de riesgo que condiciona la convivencia, la economía y la confianza institucional. El aprendizaje de 2025 es claro: sin resultados sostenidos en seguridad, cualquier agenda política queda incompleta. La paz relativa que se busca exige políticas persistentes, coordinación y evidencia de avances.
En el ámbito internacional, el escenario tampoco ofrece alivio. En el Caribe, la tensión entre el régimen venezolano de Nicolás Maduro y las acciones del Gobierno de Donald Trump se mantuvo durante 2025 sin una escalada decisiva ni señales claras de distensión. Las interdicciones, abordajes y decomisos de buques petroleros y el refuerzo de sanciones no han producido, hasta ahora, un efecto que altere de manera sustantiva el equilibrio interno del poder en Venezuela. El régimen cierra el año sin mostrar señales públicas de ceder, mientras la presión internacional continúa fragmentada.
A ello se suma la guerra entre rusia y Ucraniaque no encontró una vía hacia la paz. Lejos de un acuerdo, el conflicto entra en una fase en la que Rusia busca imponer sus criterios y aguanta sus condiciones, mientras Ucrania depende del respaldo externo para sostener su resistencia. La normalización del conflicto en la agenda global es, quizás, uno de los signos más inquietantes del año que termina.
El balance internacional deja una conclusión incómoda: la paz está distante de ser próspera. Los conflictos no solo persisten; se administran, se prolongan y, en algunos casos, se vuelven parte del paisaje geopolítico. el aprendizaje de 2025 no es optimista, pero sí preciso: esperar soluciones rápidas es una ilusión. Lo urgente es colocar bases más sólidas para reducir tensiones, reconstruir confianzas y evitar escaladas.
En lo local y en lo global, el desafío para 2026 será similar: menos retórica y más consistencia. Menos promesas abstractas y más políticas que resisten el paso del tiempo. La paz no se decreta ni se logra con buenos deseos de fin de año; se construye con decisiones difíciles, costos políticos y una visión que trascienda la coyuntura electoral o el cálculo inmediato.
El 2025 se va dejando lecciones que incomodan porque obligan a mirar de frente las fragilidades acumuladas. El 2026 llega con la responsabilidad de no repetir los mismos errores. Si algo enseña este cierre de año es que la paz y la prosperidad no son puntos de llegada automáticas, sino procesos que exigen constancia, realismo y una voluntad política que, hasta ahora, ha sido insuficiente. Reconocerlo es el primer paso para intentar cambiarlo.




