Editorial
El peor último de la guerra es la incapacidad de lograr acuerdos mínimos de Nación, debido a esa misma ciega locura intolerante que detonó el conflicto.
Ayer se conmemoraron 29 años de la firma de los acuerdos de paz —el 29 de diciembre de 1996— y se volvieron a repetir discursos: algunos más líricos, otros con el dolor de las décadas perdidas y algunos más acicateando polarizaciones desfasadas, ya sea por experiencias traumáticas, convicciones historicistas, pérdidas personales, pero también, más prosaico, por intereses económicos. No obstante, a punto de llegar a las tres décadas de finalización de un enfrentamiento inútil que robó a otras cuatro, los guatemaltecos debemos hacer un balance honesto, sin negaciones ni dogmatismos.
La firma de los Acuerdos de Paz Firme y Duradera abrió una oportunidad histórica para construir un país distinto. Ese logro es innegable y merece ser defendido. Para quienes lo presenciaron fue un momento de grandes esperanzas que, gracias a la politiquería ya los extremismos exacerbados —que nunca faltan—, se fueron quedando diluidas, varadas, engañadas por sucesivos presidentes, legislativos y cortes supremas: así, los poderes del Estado en conjunto.
Casi tres décadas después, los rezagos del desarrollo siguen pesando, sobre todo en la provincia, en los territorios marcados por la pobreza y por la ausencia del Estado —que han aprovechado bandas del crimen organizado, locales y foráneas—. La promesa de la paz era más que el silencio de los fusiles: era inclusión, servicios básicos, inversión productiva, justicia y ciudadanía. Y todavía siguen ofreciendo eso los candidatos en cada campaña, con el grave pecado de hacer borrón y cuenta nueva, sin continuidad, sin planos, sin coherencia técnica ni moral, sin visión de País, sin vergüenza. Y cuando les conviene la confusión hierven el caldo inmundo de la polarización.
En demasiados municipios esa promesa no llegó. Allí donde no hay caminos, escuelas dignas, centros de salud ni empleo, la migración forzada se convirtió en la única salida. Y vaya si las remesas migrantes han sido tabla salvadora, al punto de ser el mayor factor de reducción de pobreza, por encima de cualquier programa social, llámese como se llame. Y aún así, en cada jaripeo electorero se apela de nuevo a las dádivas, en lugar de potenciar la productividad, el desarrollo integral, la dignificación de las comunidades y la apuesta por la niñez y juventud. En otras palabras, la migración puede ser enarbolada con orgullo por los guatemaltecos que salen adelante y sacan adelante a sus familias, pero es una marca vergonzosa para los gobiernos, la partidocracia y la demagogia pululante.
Hubo intentos por atender la deuda histórica pero se pudrieron. Programas como Fonapaz nacieron con la intención de reconstruir y desarrollar, pero terminaron convertidos en cuerpos de corrupción que erosionaron la confianza pública y dilapidaron los recursos. Otros fondos estatales de desarrollo siguen atrapados entre clientelismo y mediocridad, más atentos a conservar plazas que en dar resultados.
A esta dilapidación se suman los pagos de resarcimientos a supuestos exmilitares que no figuran en registros del Ejército y que han recurrido a amenazas —y acciones— violentas para presionar al Estado. Para 2026 se prevén 500 millones de quetzales más, que se añaden a millardos ya erogados en conceptos para expatrulleros y exsoldados. El problema no es brindarles atención, sino la ausencia de registros y el aprovechamiento de esta precariedad con finos electoreros. Porque el peor lastre de la guerra es la incapacidad de lograr acuerdos mínimos de Nación, debido a esa misma ciega locura intolerante que detonó el conflicto.



