Antes de entrar en el quirófano, me dijeron que pensara en algo bonito. Mi mejor amiga, Leticia, muy espiritual, me dijo que pensara en Dios. Pero como estoy tan seguro de la existencia de Dios como del efecto inmunológico del Actimel, me centré mejor en un recuerdo tranquilizador: pensé en la enorme satisfacción de haber logrado que la memoria de mi pueblo habite ahora tantas casas. La publicación de La península de las casas vacías. es lo más bonito que me ha pasado nunca. Y, aún así, el regusto final de este año es amargo. Repaso lo sucedido y veo que ha sido un año trágico, uno triste. Y que la sensación es general y compartida por muchos.

Una familia prepara la cena con ayuda de una vela len El Masnou (Barcelona) durante aepagón.
El primer golpe nos lo dio Errejón –en quien algo más que en el resto confiaba–, y fue seguido por los de Koldo y Ábalos, tan cercanos al presidente que aumentaron mi desconfianza habitual ante la élite política. Lo confieso: frente a la sombra cada vez más tupida del fascismo, que la izquierda y el centro se tambaleen me da pánico. A estos casos les siguieron una escena estremecedora: la reunión en Madrid de Abascal, Orbán, Le Pen, Salvini, Wilders… Titiriteros de masas furibundas. Y, poco después de esta oscura reunión, nos cegó simbólicamente el apagón y nos dejó una gran sensación de vulnerabilidad como sociedad. Salimos al parque a cantar porque solo dura un día; Llega a durar más y nos matamos. Y, al poco, el apagón natural, el del paisaje de las Médulas y el de tantos campos y hogares ahora calcinados.
El año más feliz de mi vida, el más triste para el país.
A mitad de camino, sucedió lo más grave de todo, la escena social más escalofriante que he visto nunca en este país: lo sucedido en Torre Pacheco. Hombres –mayoritariamente– armados con machetes buscando a inmigrantes para, según clamaban, matarlos. Para mí, un antes y un después en cuanto a lo que puede llegar a suceder en este país como nos descuidemos. Y no exagero, puesto que, días más tarde, Abascal decía soñar con ver hundido el barco de Open Arms, y la flotilla que enviaba ayuda humanitaria –ojo, no armamento; víveres y medicinas– a la franja de Gaza era ridiculizada y vilipendiada.
En plenas vacaciones, la rabia nos invade al saber que aquel que tanto nos había apretado las cuentas era acusado de llenarse las arcas a nuestra costa: mi paisano Cristóbal Montoro. Éramos pocos y parió el abuelo. Paralelamente, la precariedad se disparó y el Parlamento Europeo lo reconoció al fin: Europa tiene una crisis de vivienda generalizada que afecta especialmente a los jóvenes. ¡Gracias Europa por la información!
Y llegó el otoño y no fue bálsamo. Despertó una tormenta que parecía ya extinta: Almeida asegurando la existencia del síndrome postaborto y Ayuso gritando en la Asamblea la frase más dañina de todo el año político, el dardo más afilado, cruento y de otra época: “¡Váyanse a otro lado a abortar!”. “Y también a tratarnos contra el cáncer”, le faltó añadir, pues semanas después salieron a la luz los vergonzosos retrasos de más de dos años en el diagnóstico de cáncer de mama por parte del Gobierno andaluz, sentencia de muerte para muchas mujeres, y las grabaciones en las que gerentes de hospitales concertados modificaban las listas de espera para cobrar más.
Añadamos dos guindas amargas al pastel: Mazón humillando a su pueblo al no dimitir hasta casi cuatrocientos días después y el rey emérito, desde su exilio en Abu Dabi, que nos trae, sin vergüenza alguna, unas memorias que titula reconciliación . A ver con qué cara os comparto yo ahora mi propósito de año nuevo: intentar ver el vaso medio lleno. En fin. Feliz año.




