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Álvaro Gómez Hurtado 30 años después perfil de Juan Esteban Constaín

by Team
noviembre 2, 2025
in Política
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Álvaro Gómez Hurtado 30 años después perfil de Juan Esteban Constaín


Javier Marías decía que solo la muerte define y resuelve el destino de los hombres: solo su tajo inapelable hace que el azar de una vida, con sus luces y sus sombras, adquiera la condición de un hecho cumplido y absoluto, un relato que tiene principio, nudo y desenlace, igual que la flecha que viaja por el aire, eso somos todos, hasta que da en el blanco y ahí termina su trayectoria, para siempre.

Fue lo que ocurrió hace treinta años, el 2 de noviembre de 1995, cuando asesinaron a Álvaro Gómez Hurtado al salir de dar su clase de Cultura Colombiana en la Universidad Sergio Arboleda, de la que fue fundador e inspirador. Pero ese día, como en el poema de Miguel Hernández, “temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada” y una ráfaga de ametralladora segó su vida de aguerrido luchador de las ideas.

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Álvaro Gómez Hurtado

Su escolta y amigo José del Cristo Huertas Hastamorirla otra víctima mortal de ese día, se abalanzó sobre él para protegerlo, entonces le gritó al conductor, Luis Ojeda, que siguieran, que les estaban disparando. Ya era inútil: una bala que entró por el costado izquierdo se rompió en dos el corazón de Álvaro Gómez Hurtado, que sin embargo llegó con vida a la Clínica del Country, a pocos kilómetros de donde fue el atentado.

El médico que lo atendía, un joven hijo de una amiga de Margarita Escobar, la esposa de Álvaro que esperaba en vilo en la sala contigua mientras operaban a su marido, no podía entender cómo el corazón de un hombre que se estaba muriendo en sus manos, porque ya estaba muerto, podía seguir latiendo así. Era una especie de milagro, dijo, al menos un misterio que la ciencia no podía explicar.

María Mercedes Gómez Escobar, la hija mayor de Gómez Hurtado, quien llegó a la clínica después de montarse en la moto de un extraño desde el otro extremo de la ciudad apenas oyó por radio la noticia del atentado —“lléveme al Country ya”, le dijo al tipo, que estupefacto le hizo caso—, fue quien resolvió la duda con su inteligencia proverbial: hacía tres años le habían puesto un marcapasos a su papá, eso era lo que todavía hacía latir su corazón.

Yo prefiero pensar en ese momento final de su vida, en ese instante, como un resumen de lo que fue siempre, un símbolo de quien estaba acostumbrado a librar cada una de sus batallas con entrega y abnegación, con apego a la excelencia sin que importara el resultado.. Ya estaba acostumbrado a la derrota, pero como le dijo una vez a Margarita en una carta cuando eran jóvenes, lo que le importaba era tener la razón.

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Álvaro Gómez

Y la tuvo muchas veces, casi siempre antes de tiempo. Por eso sus contradictores lo respetaban y admiraban de verdad y muchos de ellos se acostumbraron, sin decirlo, a gobernar con sus ideas, a acoger sus propuestas de avanzada que sorprendían a quienes lo asociaban con el conservadurismo y la caverna, el sectarismo y la reacción. Pero Álvaro Gómez era un rebelde y un inconforme: un crítico implacable de las causas del atraso de nuestra sociedad.

Era también un conservador orgulloso de serlo, por supuesto, hijo al fin y al cabo de Laureano Gómez. “Quizás no haya aquí nadie más conservador que yo”, dijo una vez en una entrevista, aunque también se lamentaba, en sus años finales, de que ese talante no tuviera ya una personería política que lo representara con altura y dignidad, pues el partido que lleva ese nombre se había vuelto un corral de “manzanillos y curuleros”, fue la expresión que nosotros.

Gómez era un esteta y un pensador y la política tenía para él esa dimensión filosófica más allá de la acción: allí estaba el territorio de las ideas, el de las grandes empresas del espíritu. Su obsesión era entender el mundo, comprenderlo para después transformarlo. Por eso les tenía terror a los ideólogos ya los charlatanes: a los utopistas que creen que basta con decir y prometer las cosas para que sucedan sin más, para que se hagan realidad.

Álvaro Gómez Hurtado. Foto:archivo

Había vivido de niño en Berlín y un día, yendo a su colegio en Neukölln, tuvo que esconderse en una estación de metro porque vio horrorizado una marcha del partido nazi. Al salir por el otro lado se devolvió corriendo, pues ahora eran los bolcheviques los que desfilaban por la ciudad. De alguna manera ahí estaba el cruce de caminos en el que le había tocado nacer: en las formas del totalitarismo que acabaron con la democracia después de la Primera Guerra Mundial.

De hecho nació en Bogotá, el 8 de mayo de 1919, un mes antes de que se firmaran los acuerdos de Versalles que acabaron esa guerra en el frente occidental, la Gran Guerra. Pocos días después, como si fuera un augurio de la Roma antigua, hubo un eclipse total de sol que un fotógrafo capturó en la Isla de Príncipe, en África, y así quedó demostrada la teoría general de la relatividad que postuló Albert Einstein.

Ese hecho tuvo siempre para Gómez un sentido agorero porque la idea de la relatividad, que era física, se había trasladado también al ámbito de la moral y la política. Por eso el mundo en el que había nacido, decía, ya no tenía valores absolutos, ya nadie creía en nada eterno. Por eso le parecía que, junto con el marxismo, el psicoanálisis freudiano era la peor herejía de la Modernidad, el boquete por el que se iba a vaciar la piscina de la verdad.

El otro hecho internacional que marcó su vida, desde el principio, fue la revolución rusa: el triunfo del comunismo en uno de los bastiones de la civilización cristiana cambió el curso del siglo XX e impuso como algo inevitable la deriva dictatorial y totalitaria tanto en la izquierda como en la derecha hasta la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. El comunismo fue, para Gómez, un “compañero de viaje”, la sombra bajo la cual transcurrió su camino.

En mayo de 1988 fue secuestrado por el grupo guerrillero M-19, y ahí, en el cautiverio, sus centinelas le dieron para que leyera un ejemplar de El Capital, de Carlos Marx, que él se sabía casi de memoria y no solo eso: en las tardes les daba a sus verdugos clases de historia y de teoría marxista, explicándoles los fundamentos del materialismo dialéctico y el determinismo revolucionario, la idea de que el advenimiento de la revolución. era inevitable.

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Lo interesante es que por esos días estaba ocurriendo en Moscú la XIX Conferencia del Partido Comunista de la Unión Soviética, en la cual se adoptaron las medidas de Mijaíl Gorbachov de la 'perestroika' y la 'glásnost', la apertura económica y la apertura política del régimen. Si eso pasa, pensó Gómez en su cautiverio, el comunismo ruso está muerto; así lo escribió en su diario: “Parece que el comunismo y yo vamos a morir al mismo tiempo”.

Ese diario lo escribía en francés, una lengua que aprendió desde niño, para que los secuestradores no lo pudieran entender del todo. Eso hacía mientras pasaba las horas muertas del encierro: escribir, pintar y hablar con sus captores, a los que un día incluso les ayudó a decorar el cuarto como si fuera de tierra caliente (estaban en Bogotá) porque había que mandar una prueba de supervivencia. “Nadie nos va a creer que esto es tierra caliente”, les dijo Gómez.

Allí también, convencido de que lo iban a matar, pasó revista minuciosa a su vida desde su infancia hasta el momento en el que lo raptaron al salir de misa. Pensó en cómo su destino no se podía desligar del hecho insoslayable de ser el hijo de Laureano Gómez, del cual fue durante décadas el mejor interlocutor y el mejor intérprete, el heredero de su cauda y, en la juventud, un vehemente y combativo soldado de su causa. Eso lo marcó para siempre.

Pensó en los años brutales de La Violencia, la guerra civil no declarada entre el Partido Liberal y el Partido Conservador, un proceso de degradación moral en el que el fanatismo y la indolencia de los caudillos, el sectarismo, lo que Aníbal Galindo llamaba en el siglo XIX la “religión de partido”, sumieron a Colombia en el infierno de la barbarie, como dijo Alberto Lleras cuando se posesionó como el primer presidente del Frente Nacional en 1958.

Pensó también en el Frente Nacional, ese armisticio que acabó con La Violenciaaunque muchos críticos sostienen que lo que hizo fue reencauzarla en un pacto elitista que engendró peores machos que los que buscaba conjurar. Sobre eso discutió una tarde Álvaro Gómez con sus captores, pues el M-19 había surgido, según sus fundadores, como un acto de protesta contra el régimen cerrado y excluyente del bipartidismo.

A él no dejaba de parecerle extraña esa coincidencia, ya que su obsesión toda la vida había sido la misma: cambiar las cosas, rebelarse contra el destino de miseria y pequeña de un país condenado al subdesarrollo. Sí: él representaba como nadie al establecimiento, era una de sus figuras emblemáticas, quién lo iba a negar, pero al mismo tiempo, por paradójico que suene, era uno de sus críticos más lúcidos y radicales.

El problema es que su nombre había quedado manchado, para siempre, con el estigma de la violencia; en la interpretación binaria y maniquea de esa guerra civil no declarada, en la historia oficial que se impuso de esa tragedia, en ese relato de buenos y malos que suele ser inevitable porque los pueblos necesitan héroes y villanos, el nombre de los Gómez quedó como el de los únicos instigadores del abismo.

¿Era una injusticia? Él había aprendido a no quejarse nunca, además porque sus excesos juveniles eran innegables, el dogmatismo y la intemperancia con los que en los años más duros de la refriega defendió a su partido. Pero no era el único, para nada, de lado y lado muchos otros actuaron igual, en eso consistió ese horror, y no dejaba de ser curioso el sectarismo con el que muchos le enrostraban a él el sectarismo de su juventud.

Por eso, entre otras cosas, nunca llegó al poder, aunque al salir del secuestro fue uno de los protagonistas y artífices del proceso de cambio y apertura política más importante en la historia de Colombia en el siglo XX, la Constituyente de 1991, una verdadera revolución sin las armas. Gómez propició allí un acuerdo con sus secuestradores de la víspera, el M-19, que fue definitivo para abrir ese diálogo fértil y generoso del cual surgió la nueva Constitución.

¿Una constitución imperfecta? Pues claro, como todas, por fortuna. Pero una constitución surgida de un consenso amplio y plural como ha habido muy pocos en nuestra historia, quizás ninguno más, la verdad, en el que concurrieron muchas fuerzas políticas y sociales para redactar un texto en el que por fin se reconoció y se plasmó una idea de la nación colombiana que antes, durante décadas, estuvo marcada por la exclusión, la violencia y el rechazo.

Quienes estuvieron en ese proceso reconocen que la figura de Álvaro Gómez fue fundamental en él, sobre todo sus contradictores, que esperaban encontrarse con un dios cavernario que coincidiera con el de sus prejuicios y la leyenda negra, y en cambio vieron a un hombre sabio y refinado, culto, sensible, respetuoso, dispuesto al diálogo. En realidad era un romántico y así pensó su vida siempre, como una aventura del espíritu.

O más bien como una batalla que había que librar con grandeza y con decoro, sin que importara el resultado; convencer y no vencer, de eso se trataba, según don Miguel de Unamuno, quien le enseñó a hacer pajaritas de papel cuando era niño. Así vio también su muerte y se lo dijo a Daniel Coronell en una entrevista que está en YouTube: “La muerte es lo más importante que le puede pasar a uno en la vida… Y hay que hacerlo con ganas…”.

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El líder político fue asesinado el 2 de noviembre de 1995. Las Farc dijo que contará por qué lo declaró 'objetivo militar'.

El 2 de noviembre de 1995 Álvaro Gómez fue asesinado. Antes había escrito: “Ser abatido por ráfagas de ametralladora, como parecía ser mi suerte, no debía considerarse como un infortunio singular, quizás no era 'un bello morir', como lo reclamaba Segismundo Malatesta, pero en las circunstancias actuales del país y del mundo una muerte así podía no ser un sacrificio inútil sino la creación de un símbolo que convocara un movimiento de restauración…”.

Fue hace treinta años y su recuerdo, como su corazón ese día, aún sigue latiendo.

JUAN ESTEBAN CONSTAÍIN

Especial para EL TIEMPO



Tags: ÁlvaroañosConstaíndespuésEstebanGomezHurtadoJuanperfil
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