
El próximo domingo 16 de noviembre de 2025los ecuatorianos volverán a las urnas para participar en una consulta popular y referendo nacional. Los temas que estarán en juego —desde reformas institucionales hasta ajustes en materia de seguridad y justicia— deben motivar un debate profundo, informado y diverso. Sin embargo, el ambiente político del país ha demostrado una vez más que el diálogo cede ante la polarización.
En lugar de contrastar ideas, el espacio público se ha transformado en una disputa de trincheras. En las calles, en los medios y sobre todo en las redes sociales, el debate se ha degradado a consignas, descalificaciones e insultos. El “a favor o en contra” se ha convertido en la única lógica posible. Todo se filtra entre dos bloques irreconciliables: oficialismo y correísmosin matices, sin propuestas intermedias y sin reflexión sobre las consecuencias reales para el país.
Este fenómeno no es nuevo. Desde 2007, Ecuador ha transitado por una década y medios de polarización política constanteque ha permeado todos los espacios de deliberación pública. Los analistas coinciden en que el país ha desarrollado una cultura política centrada más en la identidad partidista que en la racionalidad programática.
Según el Barómetro de las Américas (LAPOP, 2023)solitario el 22 % de los ecuatorianos confía en los partidos políticosuna de las cifras más bajas de la región. La desconfianza se traduce en apatía electoral y en un voto cada vez más emocional que racional.
La consulta popular Debería ser un ejercicio democrático que propicie análisis sobre temas concretos. Pero la campaña ha girado en torno a nombres y lealtades, no a argumentos. Los mensajes en redes sociales, amplificados por algoritmos de indignación, confirman que la conversación se ha sustituido por una competencia por quién grita más fuerte.
Esta dinámica de confrontación no solo empobrece el debate, sino que distorsiona la comprensión de lo que está realmente en el juego.
El problema de fondo es que la polarización se ha vuelto rentable políticamente. En un país con instituciones frágiles, construir enemigos da más rédito que construir acuerdos. Los discursos radicales generan visibilidad, y las redes premian la polémica antes que la profundidad. Por eso, pocos actores están interesados en elevar el nivel del debate: La polarización es una estrategia, no un accidente.
No obstante, las consecuencias son graves. La falta de diálogo perpetúa el estancamiento institucional, debilita la gobernabilidad y reduce la capacidad del país para resolver sus problemas estructurales: pobreza, inseguridad, educación, empleo y salud. Ecuador está inmerso en una crisis múltiple, pero su clase política parece atrapada en una competencia permanente por la relación.
Romper el ciclo no será fácil. Requiere una reconstrucción profunda de la confianza pública y un cambio en la lógica de la comunicación política. Requiere que los actores políticos entiendan que la diferencia no es enemistad y que el disenso no es traición. Requiere que los ciudadanos exijan más que eslóganes, que pidan argumentos, datos y compromisos verificables.
La democracia no se sostiene con unanimidades, pero tampoco sobre la división permanente. El debate político, cuando se ejerce con responsabilidad, permite encontrar puntos de encuentro. En ese sentido, los líderes políticos tienen la obligación ética de elevar el tono y dejar de alimentar el odio como estrategia electoral. No se trata de eliminar las diferencias ideológicas —necesarias en toda democracia—, sino de entender que el país no puede seguir estancado entre dos extremos que se retroalimentan mutuamente.
La elección del 16 de noviembre puede ser una oportunidad para medir, una vez más, la madurez democrática del Ecuador. Pero también será un espejo de la fractura política y social que se ha profundizado en los últimos años. Si el resultado vuelve a dividir al país en ganadores y perdedores absolutos, el proceso democrático habrá fracasado en su propósito más elemental: construir legitimidad compartida.
Ecuador necesita volver a hablar. Necesita espacios de diálogo real, donde la discrepancia no sea castigo, donde la crítica sea argumento y donde el debate se base en información y no en insultos. Si el país quiere salir del ciclo de crisis y violencia, deberá empezar por reconciliarse con la idea más simple de la democracia: escuchar al otro.




