El final del capitalismo, en su explicación, es un mundo donde “casi nada escape a la mercantilización”. Beckert se refiere aquí a las materias primas en el sentido amplio y coloquial de “productos que se pueden comprar y vender”, pero en su mayor parte utiliza la palabra como término técnico para un bien comercializable, como el grano o el cobre, que está estandarizado, fungible y divisible en cantidades arbitrarias. “Capitalismo: una historia global” es a la vez una historia de la mercancía y un ejemplo de ello. Su sustancia es homogénea, uniforme e intercambiable, como si hubiera sido extruida página por página para satisfacer las necesidades de los compradores a cualquier escala. Evidentemente, Beckert ha evaluado el panorama del consumo (una demanda lenta de exégesis del feudalismo, una burbuja espumosa de tratados que pongan al capitalismo en su lugar) y ha apostado por la adecuación del producto al mercado. Enmarca explícitamente su propia empresa como una “apuesta” especulativa, una apuesta a que la “historia del capitalismo –toda ella– podría entenderse, si no estar contenida en su totalidad, entre dos cubiertas de libros”.
Si la mercancía de sus competidores es defectuosa, es porque el intento de vincular el capitalismo a “cualquier explicación monocausal, cualquier fragmento –una institución, una tecnología, una nación– no explica mucho”. Beckert cree que el capitalismo no puede reducirse a una esencia discreta. No tiene un origen fijo ni una trayectoria fija. Es compatible con una variedad de formas de vida política y social, y nunca es el mismo de un lugar a otro o de un momento a otro. No es el trabajo de actores individuales sino el nexo de toda acción humana.
Uno podría preguntarse, admite Beckert, si vale la pena conservar un concepto sujeto a tanta deriva. Y, sin embargo, toma el hecho de que la palabra “capitalismo” exista como una indicación de que debe referirse a algo. Pero, ¿cómo proporcionar una definición funcional y al mismo tiempo “evitar enfoques estáticos, esencializadores, excesivamente abstractos o presentistas”? Su solución es devolver con una mano lo que le ha quitado con la otra. El capitalismo no tiene una dirección transhistórica, pero, sin embargo, encarna una “lógica única”: la “tendencia a crecer, fluir e impregnar todas las áreas de actividad era antigua y era una cualidad esencial e irreductible del capitalismo”. El capitalismo no tiene esencia, excepto que, en realidad, su “esencia fue un avance que se extendió por todo el mundo y produjo una diversidad conectada”. Es la manifestación del apetito voraz. Lo que Beckert ejemplifica aquí es cómo funciona muy a menudo el “capitalismo” en las humanidades académicas: como una forma de mostrar que los males del mundo (imperialismo, colonialismo, racismo, sexismo, desigualdad, explotación, extracción, cambio climático, redes sociales, aplicaciones de citas, insomnio, un sentimiento general de presión incesante) no son sólo malos en sí mismos, sino también franquicias de un fenómeno singularmente malvado.
Los sofisticados de las redes sociales que culpan casualmente al capitalismo –o, más urbanamente, al “capitalismo tardío”– por todo lo que nos aqueja, podrían, no obstante, dudar en tomar su experiencia como parte de una historia que recorre el Japón de los años ochenta, la Suecia de los setenta, el Detroit de los cincuenta, el Manchester del siglo XIX, la Barbados del siglo XVIII y la Java del siglo XVII. Ése es un desafío que Beckert asume. Cuando habla de la “diversidad conectada” del capitalismo, está sugiriendo que cualquier diferencia aparente es simplemente el epifenómeno local de la astucia capitalista.
El preludio de la época colonial del libro, señala, precede a la acuñación del “capitalismo” en unos cientos de años, pero su historia comienza incluso antes, con el puerto yemení de Adén en el siglo XII. Era, escribe, “literalmente, un nodo fortificado de capital, una isla de capitalistas” donde los comerciantes judíos, musulmanes e hindúes vinculaban el mundo árabe medieval con la India. Su oficio no era ni la producción ni el cultivo, sino la adquisición y el intercambio.
Aunque el comercio en sí, reconoce Beckert, era antiguo, durante mucho tiempo había estado controlado por las normas y costumbres de los participantes locales. En las sociedades precapitalistas, continúa, la gente decente aparentemente estaba contenta de cosechar lo que habían sembrado (reconoce que “producir para el propio uso era eterno”) y era derecho innato de las élites expropiar cualquier excedente. Es posible que estos jefes y señores de la guerra hayan acumulado una riqueza considerable, pero Beckert sostiene que, en contraste con el funcionamiento del capitalismo, su “reorganización de recursos” fue sincera y legible. Incluso el hurto genocida, en su relato, se llevó a cabo en armonía con el espíritu de uso predominante: el conquistador nómada Timur saqueó Asia Central, pero dedicó su botín a la construcción de “magníficas mezquitas y madrasas”, haciendo que sus métodos fueran “esencialmente diferentes de los de los propietarios de capital”. Para Beckert, los comerciantes como los de Adén, que utilizaban sus recursos sólo como medio para capturar más recursos, eran una raza “categóricamente diferente”.




