Este 6 de diciembre, Quito celebra 491 años de su fundación española. Y, como cada aniversario, la ciudad se mira al espejo en busca de certezas, rumbo y significado.
No es un ejercicio menor: Quito es una capital que siempre ha tenido vocación de pensamiento, de debate, de contradicciones y de futuro. Ha sido sede de los poderes del Estado, escenario de disputas políticas trascendentales y cuna de expresiones culturales que han influido en todo el país.
Pero también es una ciudad que convoca a los jóvenes, que despierta miradas de quienes llegan desde otras provincias y que necesita abrir su pensamiento si quiere sostener las transformaciones que trae consigo el siglo XXI.
Más allá de las celebraciones, Quito enfrenta el desafío histórico de pensarse a sí misma como una capital en expansión intelectual y urbana.
Una ciudad que debe preguntarse qué quiere ser, cómo quiere crecer y qué está dispuesta a cambiar para sostener ese crecimiento. No se trata de una disertación lírica sobre identidad; se trata de asumir que el mundo avanza con velocidad imparable en tecnología, ciencia, sostenibilidad, movilidad, arquitectura y educación. Y que las ciudades que no planifican, que no generan consensos y que no apuestan por la innovación, terminan cediendo su destino a la improvisación.
En el caso de Quito, esa falta de planificación histórica ha tenido costos visibles. La expansión desordenada, la presión sobre los cerros, la movilidad saturada y la fragmentación urbana son síntomas de una ciudad que creció sin un proyecto común.
El resultado es una urbe donde conviven aciertos importantes con vacíos profundos; una ciudad que aspira a ser moderna, pero que aún no resuelve sus desigualdades; una capital que busca mantener su espíritu crítico, pero que muchas veces se queda atrapada en disputas coyunturales, conservadoras, sin pensar en horizontes más amplios.
La celebración de los 491 años debería servir como punto de partida para un ejercicio de visión colectiva. Quito necesita volver a pensarse como laboratorio de ideas, como territorio donde la innovación se promueve y no se teme, como espacio donde la libertad de pensamiento no sea solo un ideal histórico, sino una práctica diaria.
Desde el nacimiento de la República, la ciudad fue un centro de crítica y reflexión. Recuperar ese espíritu es clave para enfrentar lo que viene: un futuro marcado por ciudades inteligentes, energías limpias, desafíos ambientales, avances en movilidad y cambios profundos en la forma en que estudiamos, trabajamos y convivimos.
Los retos no son menores. La transición tecnológica exige infraestructura moderna, conectividad, impulso al emprendimiento, formación técnica y universidades que dialogan con el futuro, no con el pasado. El desafío ambiental requiere una defensa activa del patrimonio natural que rodea la ciudad, desde los valles hasta los páramos que sostienen su equilibrio hídrico. Y el reto social implica construir una ciudad más inclusiva, donde la vivienda, los servicios básicos y la movilidad no sean privilegios desiguales, sino derechos garantizados.
En este contexto, pensar en el futuro de Quito no puede depender únicamente de la administración de turno.
Se necesitan abandonados, instituciones, colectivos y ciudadanos capaces de imaginar un proyecto de ciudad a largo plazo. Un proyecto que supere las disputas políticas del día a día y que plantee una visión compartida para quienes viven aquí y para quienes llegarán en las próximas décadas. La pregunta no es solo qué Quito tenemos, sino qué Quito estamos dispuestos a construir.
Ese proyecto requiere valentía para enfrentar la realidad: Quito es hoy el resultado de decisiones inconclusas, de planos que no se ejecutaron y de un crecimiento que se expande más rápido de lo que se pudo ordenar.
Pero también es una ciudad con capital humano, con talento, con historia, con creatividad y con la capacidad de reinventarse. El aniversario 491 no es un cierre; es un recordatorio de que la ciudad siempre ha estado en proceso de construcción, incluso cuando no ha existido consenso sobre hacia dónde avanzar.
Pensar la ciudad que viene implica revisar la movilidad con mirada integral.
El Metro de Quito abrió un camino, pero aún se requiere una visión que conecte superficie y subsuelo, que desborde la improvisación del transporte y que ponga al peatón en el centro. Implica repensar la arquitectura para que dialoge con el entorno andino y no lo devore. Significativamente incorporan modelos urbanos donde la ciencia, la tecnología y los servicios básicos se integran con la cultura y la convivencia.
Quito, en sus 491 años, necesita recuperar su capacidad de imaginarse.
No como una capital detenida en el tiempo, sino como una ciudad que se expande en pensamiento, en innovación y en ambición colectiva. Una ciudad que se atreva a discutir, a proyectarse ya planificar. Y, sobre todo, una ciudad que vuelve a ser crítica, plural e incluyente, no por nostalgia republicana, sino por necesidad de futuro.




