El alma secreta del Johnny



La muerte se encargó de darme la noticia con una necrológica. Se llamaba Alejandro Reyes y en los últimos tiempos nos comunicábamos por aquí, por los Interneles. A él le debo velas musicales cuyo recuerdo me acompañará para los restos. Como molde, sirva la noche que Chet Baker llegó al concierto tiritando, con la sonrisa descolgada y los picores en los tobillos que se gastan los yonquis cuando les falta. Por motivos que ahora no vienen al caso, me vi en un taxi con el trompetista americano, rumbo a una de esas calles donde las mujeres pálidas fuman heroína en papel de plata.

Chet Baker tenía prisa por fijarse un pico que le devolviera la calma. Lo recuerdo bien. Fue en un portal detrás de Gran Vía; unos billetes cobrados por adelantado y unas escaleras que descendían al infierno. Durante aquellos años me movía por los peores lugares de Madrid, entre hombres y mujeres para los que la vida valía lo mismo que cargase tu bolsillo. “Salvaste el concierto”, me dijo Alejandro Reyes cuando me vio aparecer en camerinos con Chet Baker a punto ya para subirse a escena. Yo poco o nada hice, esa es la verdad. En todo caso, fue la perversidad de la heroína cuando se presenta bien cortada. Lo demás se lo pueden imaginar ustedes, aunque la realidad nunca soporta la imaginación entera cuando se trata de Chet Baker en el Colegio Mayor San Juan Evangelista, el johnnycomo se conoció entre la afición.

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