
Hace un lustro, cuando mi hija mayor, Julieta, tenía tres años, cada vez que veníamos a Lima en diciembre, en el taxi que nos trasladaba del aeropuerto a la casa de mis sueños, ella preguntaba sin falta: «¿a qué hora llegamos a Perú?». Yo le aclaraba que ya habíamos llegado, pero ella me lo refutaba. Luego comprendí que, en su pequeña cosmogonía, el Perú no era el país de sus padres, ni siquiera era un país: el Perú era la casa de sus abuelos.
Desprovisto de nociones como continentes, fronteras, regiones o distritos, el territorio de la infancia queda delimitado tan solo por la presencia de unas cuantas casas. El Perú de Julieta –y también el de Emilia, mi hija menor–, tiene el tamaño de «la casa de los Nenes» (sus abuelos maternos) y de «la casa de la Mamama» (mi madre). También figura en su mapa sentimental «la casa de la Nona» (la abuela de mi esposa). Si un niño necesita una patria, es esa.
Anteayer, a pocas horas de haber llegado desde Madrid, haciendo caso omiso al jetlag, las dos niñas se reunieron con sus tres abuelos y se fueron mirar juntos al mar de Chorrillos. Mientras las veía jugar con ellos, pensaba en mi padre, en el tipo de abuelo sedentario que sería para mis hijas si estuviera vivo, un abuelo acaso tierno, acaso distante. También pude verme a través de ellas (¿no es eso ser papá: viajar al pasado infinitas veces a través de los ojos de nuestros hijos?) y me reencontré mental o espiritualmente con mis abuelos. Primero con mi mamá, como llamábamos a la abuela Esperanza, la madre de mi padre, que en mi recuerdo siempre tiene ochenta años y que –pese a estar ciega del ojo izquierdo y con una dolencia lumbar que la obligaba a tomarse la cadera cada tres minutos– se las ingeniaba para cargarme y apretarme contra su pecho. Debe ser por eso que no he olvidado su olor, que era el olor de todas las cosas antiguas que poblaban su casa de la calle La Paz.
Pensé después en Etelvina, la madre de mi madre, a quien llamábamos «abuelita» porque su carácter y sonrisa le hacían justicia al diminutivo. Mi madre asegura que, cuando ella era adolescente, era mi abuelita quien impartía los castigos y asestaba las correcciones con temible mano dura; nunca he logrado hacer congeniar a la mujer disciplinaria de la que habla mi madre con la viejecita que, enrolada en un poncho, se reía todos los sábados frente al televisor viendo Trampolín a la Fama mientras nos cosía chompas y medias. Cada vez que nos despedíamos de ella, la abuelita Etelvina abría una de mis manos con discreción, arrugaba dentro de un billete doblado en cinco, y luego cerraba mi puño susurrándome al oído frases que yo entendía no debía compartir con mi madre.
Sin duda pensé en Luis Fernán, mi abuelo Cisneros. No alcancé a disfrutarlo en vida, pero siento que lo conozco bien por los ensayos, artículos y poemas que publicaron; por las anécdotas que sobre él ha acumulado durante décadas; pero sobre todo por las cartas privadas que alguna vez descubrí, cuya lectura me llevó a pensar que ese señor y yo habríamos podido llegar a ser grandes amigos.
Asimismo evoqué a Eladio, mi abuelo materno; mejor dicho, mi «abuelito», nacido en Cajamarca, pero quien no se reconocía cajamarquino sino «cajamarqués». En mi mente, mi abuelito monta una bicicleta azul, usa boina y guayaberas, bebe vasos de whisky con muy poco hielo, narra historias de cuando era policía y se enfrentaba a los montoneros, o de cuando intervino en la guerra del Cuarenta y Uno contra Ecuador. Y lo veo, risueño, atusándose el hirsuto bigote blanco mientras anota en una libreta, con un lapicero negro que luego guardará en el bolsillo derecho de su camisa, los chistes rojos que yo le contaba.
Esperanza y Luis Fernán; Etelvina y Eladio, todos ya han muerto hace una punta de años y, sin embargo, qué vivos los sintieron la otra tarde cuando mis hijas corrían y saltaban con sus Nenes y su Mamama, como si sus hologramas o sus fantasmas estuvieran dando vueltas en este 2025 que se acaba. ¿Cuántas escenas más como esa podrán compartir mis hijas con mis sueños y mi madre? ¿Hasta cuándo sus abuelos las verán crecer? ¿Se convertirán en bisabuelos? ¿Cómo recordarán mis hijas este momento dentro de veinte, treinta o cuarenta años? ¿Lo recordarán?
Durante los primeros años (pero quizás también después), los abuelos no son solamente «los papás de tus papás», son algo mucho más trascendente que eso, algo material y misterioso, algo superior y relevante. Son una casa. Un país. Y un lugar.
Son la casa de tu infancia.
Son el país al que vuelves.
Son el lugar del que vienes.




