En México y en gran parte de América Latina tenemos una narrativa que suena linda, pero que rara vez funciona en la vida adulta: “la familia es primera”. Lo que casi nunca se dice es que esa frase solo se aplica hasta cierto punto. Porque el día en que una persona decide formar un hogar con su pareja —sea un noviazgo serio, cohabitación o matrimonio— la estructura familiar cambia. Y cambia para siempre.
La pareja se convierte en familia nuclear, y la familia de origen pasa a ser familia extendida. No importa si suena brusco, incómodo o poco romántico para algunos padres: esto no es una opinión, es una realidad emocional, práctica y sociológica. La familia nuclear está formado por las personas con quienes comparten techo, finanzas, decisiones, rituales, acuerdos, intimidad, responsabilidades y planos de vida. Ese es el núcleo. Ese es el “nosotros”.
Lo que suele romperse —o tensarse— en muchas familias es que algunos padres no logran hacer el duelo simbólico de aceptar que sus hijos ya no son parte de su núcleo familiar, sino que están creando uno nuevo. Y que, como todo núcleo, requiere autonomía para tomar decisiones que no siempre coincidirán con sus expectativas.
Por eso vemos choques tan comunes como:
- ¿Quién decide dónde pasar la Navidad?
- A qué visitar familia primero
- Qué gastos priorizar
- Si un viaje incluye o no a los sueños
- Si una decisión de pareja “se consulta” con los padres
Muchos padres desean que todo siga igual que cuando sus hijos vivían en su casa, pero pretendiente eso es exigir que un adulto mantenga su lealtad primaria con su sistema familiar de origen… ignorando al sistema que eligió construir. Y cuando un hijx vive dividido entre cumplir con su pareja y cumplir con sus padres, lo que se fractura no es la familia extendida: es la relación.
Y esto no es teoría: los datos lo respaldan. En Estados Unidos —donde sí hay estudios formales sobre el tema— el 6% de los adultos reporta haber estado o estar distanciado de su madre y alrededor del 26% de su padre según la Ohio State University. Una encuesta de YouGov muestra que el 16% ha cortado todo contacto con uno de ellos o ambos. La revista Y TIME describe el fenómeno como “epidémico” ya que uno de cada dos adultos reporta estar distanciado de algún familiar cercano.
Las razones no son caprichos: abuso emocional o físico, conflictos de valores, invasión de límites, falta de aceptación de la identidad del hijo, dinámicas de control, negligencia emocional o interferencia constante en la vida adulta. Y aunque en México y Latinoamérica no tenemos estadísticas tan detalladas, sí tenemos indicadores claros: casi el 47% de los hogares reportan ausencia paterna y el distanciamiento no aparece de la nada, usualmente se gesta en hogares donde nunca se respetaron los límites.

Por eso las nuevas generaciones están siendo más firmes. No por rebeldía, sino por salud mental. Porque ya entendieron que, si la relación de pareja no se protege, se rompe. Y que hay decisiones que deben tomarse desde el hogar que están construyendo, no desde el hogar en el que crecieron.
Porque una relación adulta no funciona cuando cada conflicto, cada decisión o cada desacuerdo pasa por el filtro de la familia de origen. Mucho menos cuando los padres se sienten con derecho a opinar, intervenir o dictar cómo debe manejarse una casa donde ellos no viven. La pareja no es un invitado, no es un apéndice familiar, no es “la mala el cuento” o “el que llegó a cambiar la dinámica”, sino la otra mitad del proyecto de vida.
Esto no significa dejar de querer a los padres ni cortar lazos, sino entender que las prioridades cambian porque la estructura cambia. Significa aceptar que la Navidad, los viajes o los domingos.s ya no se deciden en función de lo que desearían los padres, sino de lo que funciona para la familia nuclear que ese hijx está construyendo, en acuerdos justos para ambas partes de la pareja.
Y sí, también significa que habrá decisiones que a los padres no les gusten. Pero eso es parte de la adultez: entiende que los hijos han crecido y están creando un hogar que responde a sus propias necesidades, no a los mandatos de su familia de origen.
En pocas palabras: no es deslealtad, es evolución.
Una pareja estable necesita priorizar su propia casa, su propio “nosotros”, su propio proyecto. Y quien no entiende esto durante el noviazgo, difícilmente podrá sostener un matrimonio. Porque el matrimonio —o convivencia adulta— no es un noviazgo más largo, sino construir un nuevo núcleo bajo acuerdos propios.
Las familias son diversas. No todas se ven iguales, no todas se construyen igual, no todas nacen de la sangre ni crecen bajo el mismo techo. Algunas vienen de la infancia, otras aparecen en la adultez. Algunas se eligen, otras se heredan. Lo importante no es la forma, sino la función: que sostengan, que acompañen, que hagan espacio para el crecimiento.
Entender que los núcleos cambian no destruye a la familia: la expande. Y construir un hogar propio implica, a veces, incomodar a otros, pero siempre fortalecer lo más importante: la relación que tienes y por ende la familia que estás eligiendo cada día.
Colaboración de Roberta Woodworth

Escritora y filósofa que explora los temas íntimos universales: esos pensamientos y sentimientos profundos que todos tenemos, pero que no siempre expresamos en voz alta. Como creadora de contenido y presentadora de Libre&Loca, un podcast dedicado a la salud mental y al crecimiento personal, invita a sus oyentes a reflexionar sobre sus emociones ya cuestionar sus propias experiencias de una manera abierta y auténtica.




