EDITORIAL
Nuestra solidaridad con los deudos nos lleva a exigir efectivas y no solo discursos acciones vacías.
El viernes 26 de diciembre, apenas un día después de Navidad y en la semana de ilusionada espera del Año Nuevo, una nueva tragedia del transporte de pasajeros siguió la vida de 15 personas: un autobús se embarrancó en una curva de la cumbre de Alaska, en la ruta Interamericana. En estos hogares guatemaltecos, la llegada del 2026 no traerá algarabía, sino profundo dolor, dolorosas ausencias, pérdidas irreparables. Pero no se trata de un hecho aislado. El 2025 cierra con un saldo alarmante: 128 incidentes de tránsito vinculados al transporte colectivo, con 96 fallecidos y 181 personas heridas, según datos de la Dirección General de Protección y Seguridad Vial (Provial).
Detrás de esas cifras hay historias truncadas, familias desintegradas, ingresos que desaparecen y secuelas físicas y emocionales que, en muchos casos, serán permanentes. Porque entre los sobrevivientes de cuentos hechos a menudo hay lesiones que ocasionan discapacidades y cuyo costo es altísimo y tremendamente injusto. ¿Por qué les toca pagar con su vida inocentes pasajeros, en una siniestra aleatoriedad, el costo de la imprudencia, del exceso de velocidad, del consumo de sustancias y hasta del deficiente estado de las unidades que prestan el servicio?
En Guatemala existe una deuda histórica con la seguridad del transporte colectivo. La Procuraduría de los Derechos Humanos ha señalado la falta de controles efectivos, la escasa presencia de autoridades en las carreteras y la ausencia de sanciones que realmente generen precedentes. Parte del problema es la propia ley de transportes, cuyos intentos de modernización son a menudo adversados por empresarios. Un ejemplo reciente fue la eliminación del requisito de que las unidades tengan 25 años o menos de antigüedad.
El peligro del transporte de pasajeros en Guatemala se ve exponenciado por las conductas de pilotos bajo influencia de sustancias, con jornadas excesivas o exigencias de cumplimiento de cuotas de pasaje. Si bien los monitoreos policiales han logrado reducir la sobrecarga de unidades, hay demasiados puntos ciegos en donde las unidades literalmente “vuelan”, a veces en competencias con autobuses de otras empresas.
Los desfases de la Ley de Tránsito también tienen un papel en este vial de impunidad, pues no existe un sistema sancionatorio efectivo, que permita el registro de ofensas viales de ninguna clase de pilotos y que eventualmente lleve a la prohibición de estar tras un volante. Y no nos referimos solo a los conductores de autobuses, sino a toda persona que pueda representar un peligro en la carretera.
A la sombra de la cauda mortal de este año, que arrancó con el mortífero busazo del 10 de febrero en la calzada La Paz —que desarrolló la más alta cifra histórica de muertes en este contexto: 55—, la sola tenencia de seguros de responsabilidad no asegura prácticamente nada y hasta puede convertirse en una especie de incentivo perverso para los imprudentes. El seguro es necesario, pero también una política de prevención sostenida y exigida por las autoridades, pero también por la propia gremial de transporte de pasajeros.
Muchos fallecidos eran el principal sostén de los hogares, lo que empuja a las familias a mayores niveles de pobreza, endeudamiento y, en el caso de niños y adolescentes, a un inexplicable y duro duelo. Al analizar las tragedias viales de este año y anteriores siempre surgen aspectos que “pudieron haber prevenido”, pero nadie lo hizo. Nuestra solidaridad con los deudos nos lleva a exigir efectivas y no solo discursos acciones vacías.



