La guerra de Israel contra Gaza no ha terminado con la retirada de sus tanques o el silencio de sus aviones de combate. Decenas de miles de personas han muerto, cientos de miles de viviendas han quedado reducidas a escombros y unos dos millones de personas han sido expulsadas de sus hogares. Sin embargo, el mayor peligro aún puede estar por delante, porque Israel tiene la intención de continuar la guerra de otra forma, una que ya no requiera su ejército.
En el vacío dejado por la destrucción de Israel, se está desarrollando una nueva y sombría realidad. milicias armadas están surgiendo, explotando el colapso del orden social y el sufrimiento cada vez más profundo de la gente. Estos grupos, que alguna vez reivindicaron el manto de la “resistencia” al ocupante, están volviendo cada vez más sus armas hacia adentro. En lugar de trabajar para ayudar a la defensa de la patria, buscan imponer el control mediante la violencia, convirtiendo el dolor palestino en moneda de cambio para obtener beneficios políticos y faccionales. Gaza, que estuvo bajo asedio durante mucho tiempo, alguna vez vivió en un aislamiento asfixiante, pero permaneció en gran medida segura dentro de sus propios muros. La gente temía los ataques aéreos israelíes, no las bandas criminales o el arma de un vecino. Hoy, el miedo se ha multiplicado, desde la ocupación y desde dentro.
El asesinato del periodista Saleh Aljafarawi en el barrio de Sabra de la ciudad de Gaza es uno de los signos más siniestros de esta nueva fase. El reportero de 28 años, que había documentado durante mucho tiempo las atrocidades de Israel en Gaza y enfrentó repetidas amenazas de muerte por su trabajo, fue asesinado a tiros días después del alto el fuego, no por soldados ni aviones no tripulados israelíes, sino por pistoleros palestinos. Su asesinato expuso la continuación de la guerra por otros medios: Israel ha vuelto a los palestinos unos contra otros, provocando un ciclo de miedo y derramamiento de sangre que sirve a su ocupación incluso en ausencia de sus soldados.
La lógica de Israel aquí es clara. Durante mucho tiempo se ha basado en una vieja estrategia colonial: divide y vencerás. Una sociedad consumida por la violencia interna no puede permanecer unida contra su ocupante. Al fomentar cínicamente la ascenso de las miliciasIsrael logra dos objetivos: debilitar la unidad palestina y reducir la carga sobre su propio ejército. Evita costos directos y el escrutinio internacional, mientras Gaza continúa sangrando desde adentro.
Las bandas armadas que ahora siembran el miedo en Gaza no son defensores de la patria sino colaboradores de Israel, que sirven a su ocupación bajo un nombre diferente. Durante la guerra se les dio poder para actuar donde Israel no siempre podía actuar abiertamente. Sin embargo, la historia de Israel con los palestinos que sirven a sus intereses es clara: los utiliza y luego los descarta. Una vez cumplido su propósito, los colaboradores son abandonados, desarmados o destruidos, sin honor ni protección. Quien apunta su arma contra su propio pueblo puede considerarse poderoso, pero su destino es siempre el mismo: el rechazo de su pueblo, de la historia e incluso del ocupante que una vez lo utilizó.
Para los palestinos, las consecuencias son nada menos que catastróficas. La liberación no se puede construir sobre el miedo. Cuando la resistencia pierde su claridad moral, cuando se vuelve indistinguible de la opresión, su legitimidad colapsa. La causa palestina nunca ha sido sólo una cuestión de supervivencia; siempre se ha tratado de dignidad, justicia y libertad. Estos valores no pueden perdurar en una sociedad donde los ciudadanos temen no sólo a los aviones israelíes sino también a los lugareños armados que ahora aterrorizan sus calles, sirviendo tanto a sus propios intereses como a los del ocupante. La historia de la región lo atestigua: desde el Líbano hasta Irak, las potencias externas han explotado repetidamente a las milicias para fragmentar las sociedades. Una vez desatadas, estas fuerzas rara vez sirven a su pueblo; en cambio, sus lealtades se inclinan hacia el poder entre facciones, el beneficio personal o los patrocinadores extranjeros.
La tarea que tienen por delante los palestinos es urgente y existencial: impedir que Gaza se deslice hacia una tierra gobernada por milicias en lugar de unida bajo la bandera de la liberación. Esto requiere una fuerte voluntad civil que se niegue a legitimar a esos grupos, un liderazgo político que anteponga la unidad nacional a los intereses faccionales y una conciencia internacional de que la ocupación destruye no sólo mediante bombas y asedios, sino también desgarrando el tejido social y convirtiendo a la sociedad en un campo de batalla de conflictos internos.
El pueblo de Gaza ya ha demostrado una valentía y una resiliencia extraordinarias. Han soportado asedios, bombardeos implacables y desplazamientos masivos. Ahora no se les debería pedir que soporten la humillación de ser gobernados por bandas armadas que sirven a sus propios intereses mientras afirman actuar en nombre de su pueblo. La fuerza de la lucha palestina siempre ha residido en su claridad moral, un pueblo que exige libertad contra viento y marea. Esa claridad no debe entregarse a quienes reemplazan la solidaridad por el miedo y la justicia por la dominación.
Israel puede esperar librar su guerra por poderes, imaginando una Gaza donde su gente lucha entre sí en lugar de resistir la ocupación. Sin embargo, los palestinos todavía tienen una opción. Pueden rechazar el camino de las milicias y afirmar que su causa es mayor que cualquier facción y más fuerte que aquellos que anteponen el poder a los principios. El verdadero peligro hoy no son sólo los ataques aéreos israelíes sino la erosión de la esencia misma del nacionalismo palestino: la convicción de que la liberación debe pertenecer a todos y nunca debe producirse a costa de la libertad o la dignidad humana.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente la postura editorial de Al Jazeera.




