Coincidiendo con el cuarenta aniversario de la muerte de Heinrich Böll, la editorial Nota al Margen rescata esta obra, considerada de culto, en la que el autor rinde homenaje a las gentes y paisajes de la Irlanda que descubrió durante sus viajes entre 1954 y 1957.
En Zenda ofrecemos un extracto de Diario irlandés (Nota al margen), de Heinrich Böll.
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incógnita
LOS PIES MÁS BELLOS DEL MUNDO
Para distraerse, la joven esposa del médico ha empezado a tejer, pero pronto ha tirado las agujas y el ovillo de lana al rincón del sofá; luego ha abierto un libro, leído unas pocas líneas y vuelto a cerrarlo; se ha servido un whisky, ha vaciado el vaso, pensativa, a pequeños tragos, ha abierto otro libro, ha vuelto a cerrar también ese; ha lanzado suspiros, echado mano al auricular del teléfono, vuelto a colgarlo: ¿a quién iba a llamar?
Entonces, uno de sus hijos murmuró en sueños, la joven esposa fue silenciosa por el pasillo hasta el dormitorio de los niños, volvió a taparlos, alisó sábanas y edredones de cuatro camas infantiles. En el pasillo, se detuvo delante del gran mapa que, amarilleado por el tiempo, cubierto de signos misteriosos, parece casi una ampliación del mapa de la isla del tesoro: alrededor del mar, las montañas marrón oscuro como la caoba, los valles dibujados en marrón claro, negras las carreteras y caminos, verdes las superficies cultivadas alrededor de los diminutos pueblos, y por doquier la lengua azul del mar penetra en las bahías de la isla; crucecitas: iglesias, capillas, cementerios; pequeños puertos, faros, acantilados…; lentamente, el dedo con la uña lacada en plateado de la mujer se desliza a lo largo de la carretera por la que su marido se ha ido hace dos horas: un pueblo, dos millas de páramo, un pueblo, tres millas de páramo, una iglesia —la joven se santigua como si de verdad pasara por delante de una—, cinco millas de páramo, un pueblo, dos millas de páramo, una iglesia —una señal de la cruz—; la gasolinara, el bar de Teddy O'Malley, la tienda de Beckett, tres millas de páramo; lentamente, la uña lacada en plata se desliza por el mapa como una reluciente maqueta de automóvil, hasta que llega al estrecho, en el que la línea muy marcada en negro de la carretera va por el puente a tierra firme, pero el camino que su marido tenía que tomar pasa como una tenue línea negra pegado al borde de la isla, a ratos coinciden con él. Allí, el mapa es de color marrón oscuro, la línea de la costa, dentada e irregular como el cardiograma de un corazón muy inquieto, y alguien ha escrito con un bolígrafo, en el color azul del mar: 200 pies – 380 pies – 300 pies, y cada una de esas cifras lleva una flecha que indica que esos datos no corresponden a la profundidad del mar, sino a la pendiente de la costa que coinciden con el camino en esos puntos. La uña lacada en plata se detiene una y otra vez, porque la joven esposa conoce cada paso de ese camino: a menudo ha acompañado a su marido cuando hacía visitas médicas a la única casa que hay allí, en esa franja de costa de seis millas de longitud. Los días soleados, los turistas disfrutan de ese recorrido con un ligero escalofrío, porque durante algunos kilómetros ven desde el coche, en vertical, las blancas lenguas del mar; un pequeño descuido, y el coche naufraga en aquellos acantilados en los que ya se ha estrellado más de un barco. El camino está húmedo, repleto de cantos rodados, cubierto de excrementos de oveja en los puntos en los que las viejas cañadas lo cruzan… De pronto, la uña del índice se detiene; allí, el camino desciende en picado hacia una pequeña bahía, vuelve a subir: el mar ruge al entrar en un barranco que es como un cañón; la furia que ya se ha abierto un profundo camino entre las rocas tiene ya millones de años… El índice vuelve a detenerse: allí hay un pequeño cementerio para niños sin bautizar; solo queda una tumba, delimitada por trozos de cuarzo, el mar se ha llevado los demás huesos; el coche se desliza cauteloso por un viejo puente que ya no tiene barandilla, gira, ya la luz de los faros se ven los brazos que hacen señas de mujeres que esperan: en ese rincón extremo vive Aedan McNamara, cuya esposa espera un hijo esa noche.
La joven esposa del médico se estremece, sacude la cabeza, regresa lentamente al salón, amontona más turba, hurga en las ascuas hasta que las llamas se levantan; la mujer coge el ovillo, lo vuelve a tirar al rincón del sofá, se levanta, va hacia el espejo, se detiene pensativa medio minuto con la cabeza baja, de repente levanta la cabeza y se mira: su rostro de niña parece, con el fuerte maquillaje, más infantil aún, casi como el de una muñeca, pero la muñeca tiene cuatro hijos. Dublín está tan lejos… Grafton Street, O'Connel Bridge, los muelles; cines y bailes, Abbey Theatre, los días laborables, por la mañana a las once, la misa en la iglesia de St. Theresa, a la que hay que llegar puntual para encontrar sitio…; Suspirando, la joven regresa junto a la chimenea.
¿Tiene la mujer de Aedan McNamara que tener siempre a sus hijos de noche, y siempre en septiembre? Pero Aedan McNamara trabaja desde marzo hasta diciembre en Inglaterra, solo viene a casa por Navidad, tres meses, a cortar la turba, volver a pintar la casa, reparar el tejado, salir un poco a pescar salmón en furtivo en aquella escarpada franja de la costa, buscar cosas llegadas a la playa… y engendrar a su próximo hijo: por eso los hijos de Aedan McNamara siempre vienen al mundo en septiembre, en torno al 23: nueve meses después de Navidad, cuando vienen las grandes tormentas, y el mar se cubre a millas de distancia de furiosa espuma blanca como la nieve. Ahora Aedan está sentado probablemente en Birmingham a la barra de un bar, atemorizado como todos los futuros padres, maldice la terquedad de su mujer, a la que no hay forma de sacar de aquellas soledades: una belleza morena y testaruda, cuyos hijos son todos hijos de septiembre; entre las casas derruidas del pueblo, habita la única que aún no ha sido abandonada. En ese punto de la costa, cuya belleza duele, porque en días soleados se puede mirar hasta treinta, cuarenta kilómetros de distancia sin ver una sola casa, tan solo azul, islas que no son ciertos y el mar. Detrás de la casa, la pelada ladera asciende a cuatrocientos pies de altura, ya trescientos pasos de la casa la costa desciende en picado otros trescientos pies; negra y desnuda roca, barrancos, cuevas excavadas en los riscos hasta cincuenta, setenta metros de profundidad, desde las que en los días tormentosos la espuma se alza amenazante, como un dedo blanco cuyas falanges se lleva la tormenta.
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Autor: Heinrich Böll. Título: Diario irlandés. Traducción: Carlos Fortea. Editorial: Nota al margen. Venta: Todos tus libros.




