Sobre la mesa, Edén (Ron Howard, 2024) contaba con varias cartas a su favor para convertirse en un título a estimar. La primera, su argumento: la estancia de un grupo de alemanes, durante los años 30 del pasado siglo, en Floreana, isla de las Galápagos. Fue una aventura, sin final feliz, en una tierra lejana e inhóspita, que pretendieron convertir en su idílico paraíso particular de reflexión sobre el sentido de la vida, o en refugio ante el caos europeo.
La otra razón, su atractivo cuadro actoral internacional (algo, sin embargo, que muchas veces supone mal presagio en la pantalla): los ingleses Jude Law y Vanessa Kirby, la cubana Ana de Armas, el alemán Daniel Brühl y la estadounidense Sydney Sweeney.
Y el último motivo, su realizador: Ron Howard, cineasta hábil, ajustado siempre al cimbreo del estado mayor del cine comercial norteamericano, pero que ha sabido moverse, no sin diligencia y oficio narrativo, en diferentes géneros, desde las fechas primigenias de Cocoon, Willow y Llamaradas hasta las de Una mente brillante Frost / Nixon o Cinderella Man.
Su reciente película Trece vidas es un ejemplo de cómo plantear, armar, evolucionar y cerrar bien un thriller de supervivencia.
Howard coescribe el guion de Edén inspirado en Floreana, memorias
publicadas en 1959 por Margret Wittmer, una de las europeas participantes de aquella utopía ecuatorial.
El problema insoluble de la película pasa por la manera tan flagrante de cómo Howard hunde la historia y desaprovecha el reparto, cual resultado de su indecisión y de la confusión en lo que quiere.
La garrafal ausencia de tono propicia que, a primeras, esta película (estrenado en Cuba) indicase caminar en la cuerda de un drama interesado en repasar la odisea existencial o filosófica de dos de sus personajes (el doctor Friedrich, apasionado de Nietzsche que asume Jude Law; y su esposa Dora, interpretada por Vanessa Kirby).
Este señor –quien se arranca los dientes, recibe desnudo a los recién llegados a Floreana, presuntamente escribe un tratado sobre la sordidez de la humanidad y dice que intenta curar a su esposa de esclerosis múltiple– trata con displicencia a la familia que acaba de arribar a la isla: el matrimonio conformado por Margret y Heinz Wittmer (la Sweeney y Brühl), con un hijo, más otro en camino.
Más tarde, Edén se tuerce en curioso thriller de conspiración vecinal, cuando Fiedrich y Heinz aúnan fuerzas para vencer a la retorcida Baronesa (Ana de Armas), quien llega por su lado a la Isla con sus dos sirvientes amantes, llena su agenda de tretas, maldad, sexo al aire libre y robos de comida a los moradores originarios.
Pero, a la par, la película cobra tintes de añejo relato erótico de los 90 (la ardiente Baronesa también podría ser un personaje de Ninfomaníaca, de Lars von Trier), para luego derivar, ya, en guasa, al minuto 79, al ella intentar acostarse con el productor norteamericano que viene a filmar la experiencia de Floreana.
Al señor no le queda más remedio que reírse y preguntarle si todavía esas tácticas funcionan cuando, tras él rechazarle un beso, ella no se da por vencida y, melosamente, encamina las manos del hombre hacia sus senos primero, luego a sus partes íntimas. Uno, entonces, también sonríe y se pregunta cómo alguien puede creer que este cine tan manido, antiguo y obvio aún funciona.
Edén no tiene por dónde acariciarla: ya no se escriben villanos tan unidimensionales como el que le tocó la mala fortuna de interpretar a Ana de Armas; hay más solidez en cualquier capítulo de la fantástica serie Perdidos sobre la convivencia en condiciones de aislamiento que en toda esta película; y su erotismo es ramplón. Howard perdió la oportunidad de sacar partido real al sex–appeal de tres de las actrices más seductoras del planeta (De Armas, Sweeney y Kirby), al rodar una película donde lo erótico mueve a risa.




