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Son solo 123 versos, si no me desconté, dispuestos en ocho cantos. Para el lector habitual de Gimferrer, hay algo muy reconocible desde el primer verso (“El hombre viene vestido de seda”) que ya no nos abandonará hasta el último (“donde vemos al fin nuestra verdad”). Vemos esa verdad, que acaso veníamos intuyendo a lo largo de la lectura del poema, de su transcurso o crecimiento: y es que la obsesiva vocación de mirar se impone enseguida, a partir del canto inicial, un canto protagonizado por ese hombre que parece estar siempre al acecho, rodeado de azul, de la luz del mar, deseoso de absoluto: “Es el hombre que vive de las hojas / del libro no leído de la luz”. Reparen en la música aliterativa de ese par de versos, repítanselos una y otra vez. Huelga decir que la luz ha sido uno de los asuntos mayores de la obra lírica del barcelonés (también lo fue, en un sentido distinto, de la de Francisco Brines). Y, más en concreto, ese misterio de la luz de su grabado poemario homónimo en catalán de 1991, por ejemplo.
Gimferrer siempre suele usar, en sus obras, citas plenas de sentido. El título de esta proviene de dos versos de Roís de Corella, que el autor reproduce en el umbral de su poema. Ya en el interior del mismo, leemos versos de Góngora, Graves y Larrea (¿quién, si no Gimferrer, alternaría tres voces líricas tan dispares?). Acaso el verso que más nos alumbra es el del inglés: “Ser poetas nos confiere la muerte”. El poeta verdadero es alguien intuitivo frente a la muerte, la más definitiva de las verdades de la existencia (junto con la del amor, acaso). Entre los cinco senys corporales, según la expresión de Llull, la balada gimferreriana sigue dando a los ojos la preeminencia en esa búsqueda de la verdad, ojos ajenos a la mano iracunda de la muerte que, a la postre, deberá arrancarlos: “ojos cosidos por la claridad, / ojos vestidos por la claridad”. Son versos del sexto canto, que preceden la perentoria declaración del último verso de los cuatro que siguen: “No acaba de acabar aquí el poema, / el latigazo de las valentías / en los pinares del amanecer. / El latigazo de decir 'Yo soy'”.
⁄ Leemos versos de Góngora, Graves y Larrea: ¿quién, si no Gimferrer, alternaría tres voces tan dispares?
Una vez más deslumbra el sentido cuasi pictórico de la poesía del autor: “la porcelana rosa de los atardeceres, / la cara desollada del crepúsculo lila”. En esa pintura del ocaso que asoma en tantos versos suyos, “el párpado del cielo enrojecido” nos recuerda el inicial de una de las más hondas elegías escritas jamás en catalán: me refiero a ese que reza “parpella d'or del vespre”, de Cantilena de Josep Sebastián Pons. Como vengo diciendo, en este espléndido poema de Gimferrer, los ojos (arropados por su campo semántico: pupila, párpado) no cesan de mirar, y, por ende, de investigar. Es la mirada del “buzo de la luz” —magnífica metáfora— que describe al hombre entregado al amor, a los misterios del cuerpo: “el musgo oscuro ardía en el campo del pubis / y la boca en lo negro bebió un agua quemada y pajiza. / Así cae una perla: la copa de los cielos / se volcaba en los labios del buzo de la luz”. Como el órfico escafandrista de Joan Vinyoli.
(Del Canto II)
Está allí, como el ángel de las horas lejanas, /
lo que fuimos un día, la cosecha del mar:
/el musgo oscuro ardía en el campo del pubis/
y la boca en lo negro bebió un agua quemada y pajiza. /
Así cae una perla: la copa de los cielos /
se volcaba en los labios del buzo de la luz.
(Del Canto IV)
Es acumulativo el palitroque
dando palos de ciego por las breñas.
Cuando murió Montale, amanecía
en el pico del águila ligur.
Huesos de sepia van, como el pasado,
desplazando cadáveres al golfo;
ojos de oscuros puentes, barco ebrio
en la pajarería de Rimbaud.
He usado el término elegía. También este poema es una suerte de elegía por el tiempo irremisiblemente perdido: “lo que fuimos un día, la cosecha del mar”. Pero no se trata solo de eso. Evocando a Keats, el romántico que escribiera su nombre en el agua, Gimferrer alude a “lo que nunca seremos”. Y la reflexión sobre el tiempo no termina ahí, puesto que en la imaginación creativa del poeta se dan la mano lo que ha sido y lo que no ha de suceder jamás: “¿cómo será algún día que ya fue? / ¿cómo seremos los que ya hemos sido?”. El ciclo eliotiano del tiempo, en definitiva. Vuelvo a lo enunciado: quizás en el azogue de la muerte veremos “al fin nuestra verdad”. Sea como fuere, el poeta, admirablemente vivo —y, por ello, más consciente que nunca—, “vive de las hojas / del libro no leído de la luz”. Un Gimferrer esencial, más concentrado que nunca en su belleza detonante.
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Padre Gimferrer. Balada. Espasa
56 páginas
16,90€




