
Hace casi exactamente cinco años, un día de cielo azul de septiembre, me encontraba en la escalinata del Capitolio de Estados Unidos y estreché la mano de un joven al que había estado esperando ansiosamente conocer. Era un hombre menudo, con gafas y rostro infantil. Pero, a pesar de su juventud y su aspecto modesto, irradiaba un poder innegable. Cuando levantó la mirada hacia mí, vi algo inconfundible en ella: el fuego de la fe en la libertad, la democracia y los derechos humanos, y la confianza de saber que su causa era justa. Pensé: este joven tiene un futuro brillante.




