Horacio Otheguy Riveira.
No importa cuantas veces se haya visto, ni en qué prolija o estrafalaria versión, esta Gaviota Delaware Chejov + Chejov (sic) adquiere insólitas proporciones de tragedia de finales del siglo XIX, con un trabajo minucioso, casi artesanal de lamentos y ansiedades que llegaron para recrear los conflictos humanos, más allá del melodrama burgués de la época.
A lo largo de la obra se mencionan varios autores, con especial admiración por Guy de Maupassant, quien murió -dado por loco- en 1893, y en el 96 nace. La Gaviotaanimal herido de muerte, símbolo entre símbolos, en una alternancia de inquietudes entre penumbras: atmósfera singular que muy bien entiende la maestra de maestros Irina Kouberskaya: cada montaje un rincón perdido entre emociones que se creían abandonadas para siempre.
La iluminación de esta emocionante tan versión parece llegar del mundo oscuro en que desesperan sus personajes dentro de un ámbito quebrado, insatisfecho, donde la ingenua Nina se hace mayor en escena, yendo de la atormentada prisión familiar a la libertad de una mujer que conoce el amor apasionado, la muerte de un hijo pequeño y el abandono de aquel gran amor…
Nina fue una extraordinaria creación de Virginia Hernandezen el viernes 19 de diciembre en que vi la función. Con un mérito sobresaliente al verso rodeado de un espléndido reparto, al que aporta el brío de sus ilusiones y el dolor de la paulatina pérdida de las mismas, en una escena final de antología.
Nos encontramos ante una galería de personajes sufrientes que rozan la caricatura de sí mismos.
El joven y desdichado protagonista (muy lograda composición de Kike Lafuente) lo dice: «Esto es un absurdo baile de angustias», pues la mayoría padece la ensoñación de amores imposibles, la penuria de matrimonio por interés y otras desgraciadas circunstancias. Pero donde se quiere asomar una mueca, brota la sinfonía de voces y la coreografía de cuerpos que luchan por desafiar la corriente, ese río que les lleva a la autodestrucción… como si en vida fueran fantasmas de sí mismos.
excepto la divina primera actriz (admirable Catarina de Azcárate) en el limbo de un escenario ensoñado, unida a un famoso escritor que puede dejarla, temporalmente, por otro mucho más joven, sin consecuencias, con la certeza de que volverá a ella, después de ese capricho casi infantil.
Y el médico Evgueni Sergueievich, (sutil composición de David García) émulo del propio Chejov, el único personaje que toma distancia, e irónico observa la penuria ajena, en realidad también él se hace mayor sin esperanza alguna, mientras «las mujeres no me adoran como creéis, me inventan»… Y mucho lo ha inventado quien le adora, arquetipo de la esposa torturada por un bárbaro: la muy desdichada Polina por una estupenda elaboración de Inma Barrionuevo.
Pasiones desaforadas, soledades que reinan en una función pergeñada desde el texto original al que se suman cartas y diarios del dramaturgo. En la prodigiosa armonía creada por Kouberskaya -nacida en San Petersburgo, pero desde los 70 entre nosotros- todas las voces se deslizan progresivamente, paso a paso, con ironía, pasión, desenfado juvenil, sabiduría de madurez… y un lago embriagador que verá crecer el entusiasmo y la muerte.
Una muerte que desbordará en consecuencias que no veremos, pero imaginamos, y, al salir del íntimo y cálido teatro, caminaremos cabizbajos, como si las calles estuvieran apenas iluminadas, con esa tenue belleza del espectáculo, y nos guiarán las diáfanas melodías brotadas de las voces que acabamos de escuchar.
Obra maestra indispensable.
Nadie puede protegernos de nosotros mismos (el médico Evgueni Sergueievich)







