Cada 9 de octubre, el país recuerda la independencia de Guayaquil, una de los hitos fundacionales del Ecuador. Pero más allá de los actos cívicos, los desfiles y el feriado, esta fecha debería servir para reflexionar sobre algo más profundo: cómo construir una nación verdaderamente diversa, pluricultural y multiétnica, más allá de los discursos políticos que con el tiempo se han vuelto vacíos o utilitarios.
Hace 205 añosen 1820, un grupo de patriotas encabezados por José Joaquín de Olmedo, León de Febres-Cordero, José de Villamil y otros líderes independentistas proclamaron la libertad de Guayaquil del dominio español.
Ese hecho avivó la chispa libertaria que inspiraría luego la independencia de Quito, Cuenca y el resto del territorio. Sin Guayaquil, la independencia en el territorio que hoy es Ecuador —proclamada el 24 de mayo de 1822— no habría sido posible. Sin embargo, aquella lucha no fue solo militar; Fue también una lucha de ideas, de identidad y de destino.
Guayaquil, desde entonces, se consolidó como una ciudad distinta en su carácter, su espíritu y su desarrollo. Pero esa diferencia no la separa del resto del país, sino que la enriquece. En palabras de José Joaquín de Olmedo, en su “Canción al 9 de octubre”, la independencia debía servir para “levantar la voz del hombre libre”. Esa voz hoy debería resonar como un llamado a reconocer la pluralidad que forma el alma ecuatoriana.
Ecuador es, desde su Constitución de 2008, un Estado plurinacional e interculturaly aunque la ley lo reconoce, en la práctica sigue siendo una deuda. Según el último censo del INEC (2022), el país está conformado por una población mestiza en un 71,9%, indígena en 7,6%, afroecuatoriana en 4,9%, montubia en 7,4%, blanca en 6,1% y otras identidades en 2,1%. Estas cifras no son simples estadísticas: son la expresión de una diversidad que, bien entendida, es una riqueza, pero mal gestionada, amenaza con la división.
La democracia —esa otra forma de independencia moderna— no se construye sobre la imposición de unos sobre otros, sino sobre el entendimiento mutuo. Y es justamente en momentos de crisis social, económica y política, como los que atraviesa el país en 2025, cuando más se necesita recordar que la unidad no significa uniformidad, sino respeto a las diferencias.
En los últimos años, el país ha vivido fragmentaciones evidentes: entre campo y ciudad, entre costa y sierra, entre ideologías políticas, entre etnias. Esa fractura ha debilitado el tejido social, ha impedido construir políticas públicas sostenibles y se ha convertido a la diversidad en una excusa de discordia más que en una fuente de creatividad y desarrollo.
el 9 de octubre no debería quedarse en la nostalgia de los héroes, sino inspirar a los ciudadanos y gobernantes actuales a repensar la independencia en clave contemporánea. ¿De qué sirve haber alcanzado la libertad política hace dos siglos si hoy seguimos atrapados en prejuicios, desigualdades y desconfianzas internas?
Guayaquil, como ciudad, representa la fuerza emprendedora, el trabajo constante y la vocación por el progreso. Quito, la memoria histórica y la institucionalidad. Cuenca, el equilibrio cultural y el respeto a las tradiciones. Esmeraldas, la resistencia y la herencia afrodescendiente. La Amazonía, la riqueza natural y la defensa de la tierra. Cada región y cada pueblo aportan una parte de ese Ecuador plural que aún está en construcción.
El país necesita volver a pensar su independencia no como un hecho cerrado, sino como un proceso permanente de emancipación: de los dogmas, de los prejuicios, de la indiferencia. En ese sentido, el pluralismo no debe ser un lema, sino una práctica cotidiana que se refleja en la educación, en la política, en la economía y en los medios de comunicación.
Guayaquil celebra hoy su independencia con orgullo, como lo ha hecho siempre, pero también con desafíos. La inseguridad, la desigualdad y las brechas sociales que golpean al Puerto Principal son reflejo de los retos nacionales. Y, sin embargo, sigue siendo símbolo de resiliencia, de innovación y de esperanza.
Este 9 de octubre, cuando ondee la bandera celeste y blanca de Guayaquil junto a la tricolor nacional, vale la pena recordar que la libertad no es solo un acto de ruptura, sino un compromiso continuo con el entendimiento mutuo. Que cada ciudad, cada comunidad y cada ecuatoriano tienen derecho a ser distintos, pero también la obligación de reconocerse en los demás.
La independencia fue un acto de valor; la convivencia, hoy, debe ser un acto de madurez. Porque el Ecuador del futuro solo será posible si logra lo que los patriotas soñaron hace más de dos siglos: un país unido en la diversidad, libre en su pensamiento y solidario en su destino.




