El mar, en la literatura, ha sido desde siempre escenario de aventuras, tormentas, de finales. El mar ha sido desde los libros más amplios y más grandes posiblemente que desde los mapas y desde las cubiertas de los barcos y la bravura de los oleajes.
Esteban Padrós de Palacios (1925-2005) nació en ciudad con mar, en Barcelona, el 21 de octubre, hace un siglo. Médico —estomatólogo— e historiador de la medicina, era entre los dentistas escritor, y, entre los escritores, dentista. Fue, en definitiva, un hombre que valía el doble que otros. Elegante, humilde, sabio, leal, correcto, gran persona, impulsó con varios amigos catalanes la narrativa breve cuando el cuento extendía las alas y los aires de nuevo. Crearon un premio novedoso, que hacían circular luego en (modestas) tiradas: el «Leopoldo Alas para libros de cuentos literarios» (1955-1970). hasta tal Mario Vargasveintitrés años de edad, lo ganado en 1959, con el que sería su primer volumen publicado, y único de cuentos, de su profesión: los jefes.
En 1958 apareció el primer libro, y además de narrativa breve, de Padrós de Palacios: Aljaba. Una aljaba, un carcaj, es la funda para flechas que se colgaba del hombro. Aquellas flechas, según el prologuista, su amigo incondicional Enrique Badosalector de las primicias que salían del magín del joven médico, diferentes, obedecían «a un destino determinado por la voluntad, el propósito y el pulso del arquero». Abría aquellas páginas esta pieza de «menos de una cuartilla». Faltaban meses para que apareciera «El dinosaurio» (1959), episodio piloto, prototipo de una especie que no tenía entonces nombre. Aljaba ha conocido hasta hoy tres reediciones 1958, 1977 y 1998, excelente señal en un libro de cuentos.
Además de pionero de los microrrelatos, de piezas supercortas y con hechuras de narración, Esteban Padrós bordó cuentos, y un personaje esencial de la narrativa de Padrós, el comisario Lorenzo Sánchez-Telloes un soriano heredero de una línea trascendente detectivesca que tiene en chesterton uno de sus primeros maestros.
«Náufragos» abría el libro Aljaba. Náufragos o marinos ilustres arribaron a islas y novelas —especialmente en inglés— y sirvieron de espejos o teorías de la sociedad y de la fuerza de la vida, que crece o disminuye, como las mareas y la luna. Crusoe, Defoe, Melville, Jim Hawkins, Stevenson, Charles Marlow, Kurtz, Conrad, Luis Alejandro Velasco, García Márquez, Verne, Salgari… Incluso Ulises, Persiles y Cervantes.
Pero náufragos con los ojos ausentes —como esta pareja que inventó Esteban Padrós de Palacios—, con los ojos cegados por la luz irremediable del sol, son distintos: hacen ver con la viveza del humor las distancias y el destino sin límites de mundos que no se entienden. Nadie ve. Ni los de la balsa ni los de la lujosa playa. Nadie acierta a oír —aunque retumban por dentro esas bíblicas palabras de «Tengo sed»— y no se logra la comunicación y se extiende la sensación de aislamiento.
Se menciona deliberadamente en esta breve narración de 1958. miaminombre de río y de ciudad portuaria de la costa sureste de Florida. Miami había conocido, meses antes de triunfar la Revolución encabezada por Castro, el primer éxodo de cubanos a esas orillas estadounidenses: clases medias y altas que huían de la corrupción y las desigualdades de la segunda dictadura de Fulgencio Batista. Pero esos mundos divididos tenían también ecos de la España de los años cincuenta con Franco: la realidad trazaba un mapa difícil: perduraba la miseria al lado de incipientes cambios económicos, el régimen político continuaba su control aun reconociendo que debía adaptarse a una sociedad que estaba transformándose mientras aparecían nuevas formas de disidencia y protesta social.
Aunque la literatura pueda servir para ilustrar la historia de los hechos —y de las omisiones— y hacerse sociología, estos «Náufragos» siguen llegando a ese extremo misterioso de su viaje difícil, a pesar de que ni siquiera entre ellos se entiendan.
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Náufragos
La balsa, abandonada a los caprichos de la corriente y sin ninguna voluntad que la rigiera. Unas tablas carcomidas. Un palo con unos calzoncillos flotando al viento. Dos hombres echados sin que el sol pudiese herir, ya, sus pupilas ausentes.
—Tengo sed —dijo García, que era un náufrago vulgar.
La balsa entraba, en aquel momento, en la playa de Miami. Canoas, bañistas, mujeres extraordinarias.
—Oigo voces…
—Espejismo —sentencia García, siempre mirando al sol.
—Sí, espejismo…
Los bañistas comentaron:
—Qué gentes más raras. Ya no saben qué hacer para llamar la atención.
—Yo lo encuentro de mal gusto…
Y la corriente, poco a poco, arrastró de nueva la balsa hacia el océano Atlántico.
Los dos náufragos iban llegando a este punto en que resulta tan difícil morir…
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(Aljaba, Rocas, Barcelona, 1958, pág. 23)




