
Desde hace al menos dos décadas, los críticos y comentaristas sociales han estado proclamando que Estados Unidos se encuentra en una segunda Edad Dorada. Al igual que el debate similar sobre el fascismo, la invocación de la cumbre del capitalismo filibustero de finales del siglo XIX para caracterizar nuestra propia época de desigualdad rampante oscurece tanto como ilumina. Sin embargo, aquí, en la cúspide de la segunda administración de Donald Trump, se justifica al menos un análogo de la Edad Dorada: la presidencia de William McKinley, que destiló claramente la perspectiva de la clase dominante estadounidense en su mejor momento.




