Si hubiera un calendario de Adviento que, más allá de Nochebuena, se prolongase hasta Año Nuevo y en cada una de sus ventanillas se nos descubriese el fragmento de un florilegio de grandes autores, que aludieron en su obra a alguna fecha en concreto del último mes del año, la del 16 de diciembre bien podría ser esa página de Moby Dick (1851) en la que Herman Melville escribe: “Que durante 6.000 años (y nadie sabe cuántos millones de siglos antes) las grandes ballenas hayan ido lanzando los chorros de sus resoplidos por todo el mar, y salpicando y nebulizando los jardines de las profundidades como regaderas y vaporizadores; y que durante varios siglos millas de cazadores se hayan acercado a la fuente de la ballena, observando las salpicaduras de sus resoplidos, y sin embargo, hasta ese preciso instante —diecinueve minutos después del dieciséis de diciembre del año del señor de…— sigan siendo un problema si esos chorros son, después de todo, agua de veras o nada más que vapor eso, sin duda, es cosa notable”.
En cuanto a la Navidad propiamente dicha, nuestro calendario de Adviento prolongado recogería ese fragmento de Trópico de Cáncer (1934) en el que Henry Miller nos cuenta cómo llegó tarde a su propio alumbramiento: “Estaba previsto para Navidad, pero nací con un retraso de media hora”, lo que le llevó al 26, al día siguiente. Siempre me pareció que estaba destinado a ser cierta clase de individuo por haber nacido el 25 de diciembre. El almirante Dewey nació ese día y también Jesucristo… Quizás incluso Krishnamurti, pero no lo sé. El caso es que ésa era la clase de sujeto que debía ser. Pero, debido a que mi madre tenía la matriz como pinzas, a que me retuvo en sus tentáculos como un pulpo, salí con otra configuración: en otras palabras, con una disposición desfavorable”.
«Esta pieza de Hoffman, por estar ambientada en una noche que marca el tránsito de los años, tendría el carácter de los grimorios. Un libro de conjuros con uno muy especial.«
Y ya en la última casilla de nuestro calendario de Adviento prolongado, como en una biblioteca de lecturas maravillosas —quizás como el colofón a uno de aquellos almanaques con los que cerraban el año las publicaciones juveniles (tebeos) de antaño— se nos descubriría toda una obra maestra del cuento gótico alemán: Aventura en la noche de San Silvestre (1816) de ETA Hoffmana decir de Berta Vias Mahou —una de las grandes expertas de la literatura española actual en este autor prusiano—, “un extraordinario narrador de lo fantástico, de lo inquietante y de lo diabólico”.
“El mago del Este”, que llamó Balzac a Hoffmann, se nos descubre en la última noche del año como un romántico del “lado oscuro de la naturaleza”. Y si toda la literatura, en su conjunto, constituye un momento estelar de la humanidad, porque, de una u otra manera, toda la producción literaria de nuestra especie viene a dejar constancia de nuestra existencia para quienes nos sucedan, si es que hay alguien que lo haga. Si eso es así, Aventura en la noche de San Silvestre es aún más estimable.
«Erasmo, un joven de veintisiete años, asiste a una celebración en casa de un consejero de justicia de Berlín durante la noche de San Silvestre«
Aunque la única función de la literatura fuera referir una fecha tras otra, como invitaba a imaginar El juego de los días contados. (1995), un notable florilegio, coordinado por Horacio Vázquez Rial en una edición no venal de Alfaguara, esta pieza de Hoffmann, por estar ambientada en una noche que marca el tránsito de los años, tendría el carácter de los grimorios.. Un libro de conjuros con uno muy especial, “en el que la mención del pasado deviene cifra del porvenir, para consuelo de inseguros, perplejos y ansiosos, y para impulso de valientes, decididos y jugadores de ventaja, interesados en averiguar qué ocurrió mañana” (Vázquez Rial).
Erasmo, el protagonista de Hoffmann, bien podría ser cualquiera de nosotros. Al menos, cualquiera de quienes, en Nochevieja, incluso en la juventud y en las horas previas a la fiesta mundana con todas sus licencias y disipaciones a las que parece invitar el tránsito, se muestra especialmente sensibles ante lo inevitable: el tiempo pasa. Y, con anterioridad a esos píos deseos de primero de año, será bueno asomarse allí donde lo invisible, donde lo cotidiano se torna insólito…
«Es Aventura en la noche de San Silvestre, lo sobrenatural funciona como escenificación de la culpa reprimida de Erasmo«
Erasmo, un joven de veintisiete años, asiste a una celebración en casa de un consejero de justicia de Berlín durante la noche de San Silvestre. La muerte parece estar “enseñoreándose de su corazón”. Allí se encuentra inesperadamente con Julia, su antiguo amor de la infancia, ahora casada y con un hijo. La presencia de Julia despierta en él recuerdos y una melancolía profunda, mientras la atmósfera festiva se torna extraña y opresiva.
Ya en la taberna, a la que Erasmo acude a beber cerveza huyendo de la fiesta, Hoffmann ahonda aún más en lo misterioso al introducir en su relación a Peter Schlemihl, un personaje de Adelbert von Chamisso, otra figura del romanticismo alemán, otro experto en el tránsito de lo fantástico a lo cotidiano, que, un par de años antes, en 1814, había publicado La maravillosa historia de Peter Schlemihlaquel que vendió su sombra al Diablo.
Es Aventura en la noche de San Silvestre, lo sobrenatural funciona como escenificación de la culpa reprimida de Erasmo: las apariciones diabólicas y las visiones no son solo “fantasmas”, son figuraciones de sus deseos, remordimientos y conflictos éticos.. Pero no hay mejor lectura para una buena salida y entrada del año.




